Quizás parezca que este tema es una estupidez, pues ¿quién no sabe diferenciar el amor de un simple querer?
Sin embargo, si tienes paciencia para continuar leyendo, notarás cuánta gente CREE SABER y vive confundida.
Para comenzar, debemos definir correctamente a ambos conceptos.
Querer es la manifestación de un deseo posesivo. Ya sea de obtener, tener o continuar con algo como PROPIO (propiedad), porque gratifica al “yo”. En otras palabras, es un sentimiento EGOÍSTA por más bien intencionado y “no dañino” que pueda ser lo que se quiera.
Amar es un sentimiento espiritual de identificación (no confundir con el alma, que es intermedia entre cuerpo y espíritu). Es un sentimiento sublime que busca el bienestar de lo amado, precisamente por identificar que, al igual que nosotros, tiene su razón de ser y estar, como también de cumplir con su propósito por el cual es lo que es y está donde está.
Si bien hay diferentes intensidades de amor, se debe a las diferentes intensidades de identificación o reconocimiento de la parte de Dios (la similar a la nuestra) en aquello que amamos. Por esto es que el verdadero amor es altruista. Busca que el otro pueda realizarse, aún cuando esto pueda implicar un alejamiento de nosotros o contrariedad hacia lo que nos gustaría de modo egoísta (o de gratificación personal).
Donde hay pasión, puede haber amor, pero la pasión en sí misma no es garantía de amor, ya que es producto de una intensa emoción egoísta que, a veces, termina definiéndose como amor, pero muy pocas.
Muchos creen que “amar” es querer mucho. ¡Gran error! Desear mucho a algo no es “amarlo” sino un intenso deseo posesivo. Pongamos por ejemplo al hambre o la sed. Tener mucha necesidad insatisfecha puede significar una intensidad desesperante de querer algo, al extremo de poner en riesgo la propia vida o lo que más nos importa en segundo plano con tal de satisfacer a la imperiosa, excesivamente torturante necesidad de beber o comer. ¿Eso nos permite decir y afirmar “amo al agua” o “amo la comida”? (Muchos lo hacen pero es un error de expresión).
Las necesidades de los seres humanos, no son exclusivamente biológicas fisiológicas, como alimento y abrigo. Existen necesidades interiores, como las psicológicas y emocionales que pueden ser tan importantes como la supervivencia misma. Por esto es que tienen la misma intensidad de un instinto insatisfecho (como hambre o sed excesivas) y en una depresión muy fuerte muchos terminan atentando contra la continuidad de sus propias vidas (suicidio).
Una de las más grandes necesidades internas no fisiológicas, es la necesidad de ser estimados o apreciados por otros (sobre todo por los propio padres, que no siempre es logrado y muchas veces la expectativa es redireccionada hacia otras personas). Lo cual lleva a confundir auto estima con soberbia; vanidad; ambición desmedida; etc. cuando se exagera a esta necesidad y cómo satisfacerla.
Todos necesitamos de la “aprobación” (o elogio) de lo que hacemos o lo bien que logramos las cosas. Que se aprenda a disimularlo con los años y a pasar la expectativa de aprobación de nuestros padres hacia la sociedad en general, o a ciertos grupos especialistas, o de nuestro interés específico, no quita que continuemos “necesitando” de la “aprobación” o “aplauso” por nuestros esfuerzos y logros, como del consuelo por nuestros fracasos o contratiempos.
Ya la actitud de muchos padres/madres hacia sus hijos está históricamente distorsionada. Están seguros de amarlos, por desear “lo mejor para ellos” pero desde la propia concepción, avasallando a la naturaleza y vocación real de los hijos, mutilándoles la personalidad para que sean “lo que quieran” pero DENTRO DE LO QUE LES PERMITEN SUS ESQUEMAS MENTALES y no se desvíen de lo que ambicionan los padres y es transferido como una “obligación” (directa o inconsciente) hacia sus hijos. Así, los errores y confusión propios, son impuestos en los hijos aún sin darse cuenta de cuánto daño implica en ellos por frustraciones que, ellos también, continuarán incurriendo con los nietos, sólo porque “es lo que aprendieron” vivencialmente.
Así, los padres que quieren a los hijos de modo egoísta, en lugar de amarlos como es debido, de modo altruista, imponen el error aprendido de afirmar que los aman cuando no es así, ya que NO SABEN AMAR, porque nadie les enseñó ni hallaron cómo aprender a amar de verdad.
Cuestión bastante bien sintetizada poéticamente por Khalil Gibrán en “Tus hijos no son tus hijos”.
Similar acontece en las parejas. Se cree amar por intenso deseo de satisfacer necesidades propias mediante lo que puede ofrecernos la pareja. Ya sea equilibrio y armonía psicológica, afectiva/emocional y hasta cuestiones materiales. Pero se evidencia hasta qué punto es amor, cuando entran en conflicto los deseos personales de cada uno y la restricción de libertades que se intenta imponer en el otro. Ya que se confunden a las normas básicas de convivencia y respeto por la forma de ser del otro, con lo que uno pretende desde las propias necesidades y expectativas.
¿Cuántos son capaces de asumir desde un principio (y sostenerlo en el tiempo cotidiano de la convivencia) que la pareja es un ser diferente con necesidades y gustos distintos que debemos aprender a respetar y tratar de satisfacer aunque no nos agraden o hasta nos duelan? (mientras no sean insanos o aberrantes, como actitudes sádicas y masoquistas, obviamente).
Pues bien, amar de verdad es eso: Permitir y hasta colaborar a que la otra persona pueda realizar lo que forma parte de su naturaleza interior profunda; más allá de que nos guste o no, de que pueda implicar renuncias y hasta distanciamiento. Porque lo que más nos importa, es que la otra persona pueda hacer bien su propio camino, aún cuando éste implique probar con frecuencia a senderos erróneos.
En definitiva: Dejarle ser lo que es, mientras no sea ir contra la naturaleza o avasallar derechos ajenos. Orientarle, ayudarle a razonar, sí. Imponerle decisiones y criterio, no.
Así es como se nota cuándo alguien realmente ama a otra persona. Porque la observa, acompaña y ayuda cuanto más puede, pero siempre dentro del respeto, positivamente.
En conclusión, la diferencia entre querer y amar, es como la que hay entre las llamas y las brasas. Querer es un fuego que arde (tengan el tamaño que tengan las llamaradas o llamitas). Amar, es como brasas. El rescoldo que da calor pero no es quemante ni asfixia con humo o gases, al margen de si es como un gigantesco carbón encendido, o tan sólo una astilla.
La persona que ama, ante todo es amiga, compañera comprensiva. Luego están los vínculos de parentesco y rótulos legales o sociales, muy en segundo plano.
Puede esperar mucho de nosotros, en reciprocidad, pero jamás exigirá lo que vaya contra nuestros deseos si no violentan la ética o la naturaleza. Ni tampoco pretenderá que nos avengamos a satisfacerle los deseos o necesidades que nos impidan hacer de nuestras vidas lo que nos hemos propuesto. Así sea tener que tomar distancia y, quizás, que dejemos de tener contacto personal. Por eso es tan popular el dicho “si amas a algo, déjalo libre. Si vuelve a ti, es porque te ama. Si no… al menos le habrás dado un ejemplo de verdadero amor”.
Lo único que impone el amor verdadero es respeto. Respeto por lo que soy, como soy. De ser posible, comprensión o intentarlo de verdad, es decir: la mayor reciprocidad que le sea posible. En lo demás, es tan sólo el deseo de DAR a lo que se ama, lo más posible, sin especulaciones de lo que se recibirá, porque cuando se ama de verdad, el placer está en hacer feliz o alivianar el camino de lo amado. Algo así como “el placer de dar placer” o “la satisfacción de satisfacer al otro”.
Todo lo demás que no encaje en el párrafo anterior, es “querer”.